lunes, 22 de junio de 2015

José Santos, el andaluz

Ya no quedan cocheros en White. El motor reemplazó la tracción a sangre y el caballo ha desaparecido de los lugares que solía frecuentar. Hubo una época en que había muchos. Después fueron quedando menos y en un momento sólo hubo tres o cuatro: el andaluz, Fermín, el italiano, Andrés Angulo...
El andaluz era el más famoso. Gran bailarín, rivalizaba con Walter Baley en las milongas más famosas del pueblo. Pero su popularidad se extendía más allá de los límites del Empedrado y la Exterior. En Villa Mitre, en Bella Vista, no obstante la rivalidad ambiente, era respetado como se respeta a los que saben, en todas las actividades humanas. Llegaba el andaluz y "se paraban pa' mirarlo bailar". Lo aplaudían.
También en White se aplaudía a quienes llegaban de pagos lejanos y demostraban su arte entre cortes y quebradas. Ahora sí, si el tipo se hacía el guapo, generalmente cobraba.
El andaluz tenía talento y movía las tabas con la cadencia propia de los buenos. Hacía honor a la letra de aquel tango que dice: "Y donde haya una milonga yo no puedo estar sin ir..." Iba, bailaba, les ganaba a todos, lo ovacionaban y volvía al pescante. En otros tiempos, seguramente, habría encontrado en su vocación un lujoso medio de vida. Pero nació muy temprano.

El andaluz tenía un coche y un buen caballo. Solía trenzarse en alocadas carreras con el italiano. Iban desde la estación, por Elsegood hasta el fondo y volvían a todo rigor, caballos y coches y a rebencazo limpio sobre pista de tierra. En los pescantes no iban Legui, Artigas ni Antúnez, pero el final prometía bandera verde. Sin embargo ganaba el italiano, por varios cuerpos. Su caballo era más veloz. Pagaba dos pesos...
Para desquitarse, el andaluz lo desafiaba a bailar. El italiano decía que lo único que sabía era la tarantela... Ganaba el andaluz por abandono.

Otro de los cocheros era Fermín. Cuando no había mucho trabajo y Fermín se entretenía en un bar tomando un par de vinitos y se pasaba de rosca, llegaba a su coche, se sentaba en el pescante y daba tres palmadas. El caballo lo llevaba a su casa sin etapas y sin preguntarle nada. Conocía el camino por instinto. Y más, lo conocía a Fermín.
También Andrés Angulo fue cochero. Durante muchos años llevó la correspondencia de la estación al correo, cuando los trenes llegaban a horario y los carteros llevaban las cartas a domicilio todos los días.
¿Por qué...? ¿Ahora no sucede ni una cosa ni la otra...?
¡No me diga...!

Extraído de "Historietas Whitenses", de Ampelio M. Liberali. Museo del Puerto. Edición de la Cocina del Puerto de Ingeniero White. Bahía Blanca. Octubre de 1994; pp. 13 y 14.

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