lunes, 22 de junio de 2015

Turrón Japonés

Preparaba una barra de color indefinido, con vetas color chocolate, muy dulce pero no empalagosa. Era una fórmula propia. Se la quisieron comprar y le ofrecieron buena plata de aquella fuerte y escasa, de una estabilidad de años. No la vendió. Prometió no hacerlo. Me la llevaré a la tumba conmigo. No la venderé a nadie... -dijo- y cumplió. Esa mezcla de azúcar con... vaya a saber, era albán, o algo así.
Turrón Japonés era griego. Los únicos momentos en que no se lo veía con su carga dulce era cuando amarraba en puerto algún buque de su patria lejana. Entonces, con sus compatriotas, amenizaba las reuniones en el Bar Griego de la calle Siches, al lado del Orfeón Español y la Farmacia de Morán, muy cerca del negocio de otro griego ilustre de White, don Marcos Mardirós, y bailaban una danza que años después popularizó Anthony Quinn, en "Zorba el griego". ¿El pericón del Olimpo?
Turrón Japonés cortaba su mercadería con herramientas muy parecidas a un pequeño cortafierro al que golpeaba con un martillito. Envolvía el menjunje en un papel encerado y cobraba los 10 centavos. La cantidad siempre distinta y además irregular, estaba directamente relacionada con la cara del comprador.
Muchos años después apareció en Buenos Aires un personaje que fue muy popular en las canchas de fútbol. Se llamaba... Chuenga. Sólo nos enteramos de su nombre civil, José Eduardo pastor, cuando los diarios dieron la noticia de su muerte en 1984. Nadie lo recuerda. Para todos, seguirá siendo Chuenga. Era un tipo simpático, cordial, afectivo. Pasaba entre las barras de fanáticos de todos los equipos sin resistencia. Nunca lo agredieron. Siempre le compraron. Y le pagaron.
Lo que vendía Chuenga se asemejaba bastante a aquel Turrón Japonés que habíamos conocido de pibe los whitenses. No sería, tal vez, la fórmula del griego pero algo tenían en común: también la cantidad estaba en relación a la cara del comprador. Cuando Chuenga le vendía a algún capo de la barra brava... perdía plata. Cosa que nunca le pasó a nuestro inefable Turrón.

Extraído de "Historietas Whitenses", de Ampelio M. Liberali. Museo del Puerto. Edición de la Cocina del Puerto de Ingeniero White. Bahía Blanca. Octubre de 1994; p. 9.

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