lunes, 29 de junio de 2015

Mariano... ¡Fa lu gatto...!


Muchos tipos pintorescos pasaron por el pueblo pero muy pocos como Mariano. Su habilidad consistía en imitar a la perfección el maullido de los gatos. Seguramente alguna vez despertó falsas expectativas entre la fauna gatuna enamoradiza y pendenciera que deambulaba por los techos buscando restos del puchero habitual de aquellos tiempos. Por talento imitador, le pedían: Mariano... fa lu gatto...
Y Mariano emitía su maullido capaz de confundir al felino más avispado, veterano de mil noctámbulas hazañas en baldíos y patios alambrados. Tantas veces le pidieron a Mariano el "fa lu gatto", que al final la fonética de la petición le quedó como apellido. Y muchos creían que en su documento de identidad decía Mariano Falugatto...
Poco se sabía de su origen. Se decía que era analfabeto y generalmente andaba por las calles embarradas con un palo como bastón y una bolsa en la que escondía lo poco que le daban. Vagaba por la vida en busca de lo que había perdido y que jamás volvería a encontrar.

Un mediodía Mariano discutió cualquier cosa con un estibador que regresaba de sus tareas en el puerto. De pronto cayó como fulminado. El facón del portuario le había abierto el vientre de un solo tajo. Y allí quedó, tirado en la calle sin el recurso del mito de las siete vidas. Fue frente al almacén de Moralejo, en Torres y Dasso. El matador subió a un ómnibus y se fue a Bahía sin saludar. Pero fue detenido.
Era buen tipo Mariano. Por mucho tiempo se extrañó su maullido lastimero.


Extraído de "Historietas Whitenses", de Ampelio M. Liberali. Museo del Puerto. Edición de la Cocina del Puerto de Ingeniero White. Bahía Blanca. Octubre de 1994; p. 18.

El Zoppo


¡Cuadro... Zoppo... Satanás...!
Cuando se cortaba la película la sala era una sola voz, un coro afiatado de esas palabras que sólo nos atrevíamos a pronunciar en la oscuridad. No existía la televisión, que ahora las puso en boca de los más chiquititos...
Fue operador del Cine Aída y del Jockey Club. El sobrenombre se debía a una prótesis en una pierna, que le dificultaba caminar. Vivió en Lautaro cerca de Sgalla, Natali, Sucic. Se cuenta que su madre curaba el empacho y que algunos médicos la recomendaban a madres asustadas.
Cuando Fu Man Chu, el mago más famoso del mundo se presentó en White, pasó el papelón más grande de su vida. Al finalizar su actuación fue ovacionado y en reconocimiento a los aplausos prometió un número extra: la danza de los fantasmas. Para que la acción tuviera realismo era preciso, imperioso, que la sala permaneciera en total oscuridad. Debían apagarse las luces y nadie debería encender un fósforo ni una linterna si la hubiera. Después de varios intentos -siempre quedaba alguna fumata rezagada ya que se fumaba en la sala- se logró la más absoluta oscuridad. Y comenzó la "danza de los fantasmas".
Una música triste, funeraria, lúgubre, macabra, preparó el clima. Y cuando los ojos se habían acostumbrado a la sombra total comenzaron a percibirse, sobre las cabezas de los espectadores, esos fantasmas que no existen pero que los hay, y más de un valiente se pegó su formidable jabón...
El primero que sintió el impacto angustiante del miedo fue el Zoppo, que de un nervioso palancazo encendió todas las luces de la sala. Se acabó el misterio. Desde el escenario y la mitad del salón los ayudantes del mago, provistos de largas cañas con trozos de sábanas en los extremos, agitaban a sus "fantasmas" al ritmo espeluznante de la música...
Cuenta Atilio Rodríguez Fontán que cuando Fu Man Chu ofrecía en otras ciudades su "danza de los fantasmas", se aseguraba de que en la cabina... ¡no estuviera el Zoppo!

Su nombre era Ismael López. Y era pintor de cuadros, de buenos cuadros. Tal vez por falta de actividad continuada, de estímulo, de posibilidades, nunca pudo hacer valorar su vocación. De haber tenido ocasión de pintar con regularidad, de White pudo haber surgido un rival de Toulouse Lautrec.


Extraído de "Historietas Whitenses", de Ampelio M. Liberali. Museo del Puerto. Edición de la Cocina del Puerto de Ingeniero White. Bahía Blanca. Octubre de 1994; pp. 16 y 17.
 

lunes, 22 de junio de 2015

Carbonetti

Buen tipo, como casi todos los que en aquellos tiempos escribieron la parte más grotesca de la historia whitense. Era de una respetable familia porteña y cuando llegó a su edad proclive a la bohemia apareció en White como suele caer la bola en un casillero de la ruleta. Trabajó con Antonio Fontán, hombre alto, de buen físico y excelentes aptitudes para el mar. Carbonetti conocía los secretos del mar y enseñó su teoría a muchos prácticos que hicieron honor a la profesión. Y buena plata...
Era muy querido Carbonetti en el pueblo. Pero poco a poco la bebida fue minando su personalidad y destrozando su vida. Era tímido y educado. No pedía bebida. Simplemente se acercaba donde hubiera un vaso y felicitaba al dueño de casa o a su familia con un "feliz año nuevo" aunque fuera agosto... o "feliz cumpleaños", de puro pálpito no más. La recompensa por el buen deseo era un vinito...

En el boliche de Torre pagaba un vaso y Aldo le servía dos, con la tácita complacencia del patrón, que miraba el techo. Era un buen tipo Alejandro Torre, el patrón, y su generosidad era mucho más noble que un vaso de vino...

Esos no eran borrachos, dice Tulio. Esos tomaban vino-vino. Nosotros podemos ser los borrachos, no ellos... Y Carbonetti era el mejor práctico de la zona. Conocía todo lo que hay que conocer del mar y de los canales. Claro que después se fue perdiendo, pero era un hombre educado, correctísimo, aún en los últimos años de su vida.

Una noche Carbonetti salió del boliche de Pierini y se dirigía por Elsegood hacia Avenente. Cuando pasaba frente a la casa de Walter Baley un carnero de la fauna de Gualti lo embistió y lo arrojó al medio de la calle. El pobre Carbonetti, golpeado y con varios vinos en el cuerpo, decía desde el suelo, abriendo un ojo por vez:
- ¡Mi pare que sono morto...! ¡Mi pare que sono morto...! Pepe Santiago, testigo presencial, asegura que no era cierto que Carbonetti estuviera muerto... le habrá parecido cuando Baley le acercó la cara y él supuso que estaría en el purgatorio...

Fue muy querido Carbonetti entre la gente del mar. Los prácticos, cuando lo internaron en el hospital, lo visitaban con gran afecto. Estuvo poco tiempo internado. Allí no le daban vino. Por eso, tal vez, duró poco. El alcohol ya era una necesidad. Los prácticos pagaron los gastos de su sepelio y le hicieron construir una sepultura.

Extraído de "Historietas Whitenses", de Ampelio M. Liberali. Museo del Puerto. Edición de la Cocina del Puerto de Ingeniero White. Bahía Blanca. Octubre de 1994; pp. 15 y 16.

Fantasmas en la noche

Al fondo de un camino de tierra salitrosa -cuando caían dos gotas era casi infranqueable- había una casa con paredes de ladrillo a la vista, frecuentemente visitada por hombres de todas las edades, en busca de ciertos placeres baratos, a dos pesos el turno. Las habituales pupilas del lugar, al cabo de varias jornadas de trabajo, visitaban al médico a los efectos de prevenir eventuales alteraciones de salud en sus pobres cuerpos sometidos y de preservar la de sus ocasionales visitantes. Generalmente regresaban a su habitáculo en horas de la noche del miércoles, cuando la actividad era menos rentable. Las llevaba, en su coche, el andaluz.
El camino era oscuro. Oscurísimo. El caballo, conocedor de la ruta tantas veces transitada, conocía de memoria baches y huellas terroneadas. Pero una noche... Siempre hubo malditos en todas partes. En White también. Y en la noche más tenebrosa, más oscura y más ventosa, colocaron una soga entre dos parantes y le adosaron sábanas blancas que agitaban desde sus escondites mediante piolines que pasaban de un lado al otro del camino, como fantasmas.
Las chicas no se asustaron demasiado. Habían conocido cosas peores. Pero el andaluz, una hora después, en la comisaría... ¡todavía temblaba y no podía contar lo que había visto...!

Extraído de "Historietas Whitenses", de Ampelio M. Liberali. Museo del Puerto. Edición de la Cocina del Puerto de Ingeniero White. Bahía Blanca. Octubre de 1994; p. 15.

Casi se ahoga, 2

Tiburón 1, Tiburón 2... Duro de matar 1, Duro de matar 2... Actualmente cuando una película resulta un éxito de taquillas se repite con igual título y se le agrega el correlato numeral. El andaluz casi se ahoga en el puerto. Y como en las películas, no escarmentó. Llegó al mar y vio al Lungo Tresich sumergido con el agua hasta el cuello:
- Lungo, ¿se hace pie allí...?
- Sí...
Se tiró. El que "hacía pie" era Tresich, que medía como dos metros. El andaluz era petiso al lado del dueño de Brisas Marinas. Lo sacaron otra vez. "Se salvó, 2".

Extraído de "Historietas Whitenses", de Ampelio M. Liberali. Museo del Puerto. Edición de la Cocina del Puerto de Ingeniero White. Bahía Blanca. Octubre de 1994; p. 14.

Casi se ahoga

José Santos, más conocido en el ambiente con el mote de el andaluz, era un personaje pintoresco y sentimental. Todo el mundo lo apreciaba porque era buen tipo y servicial "pa' lo que guste mandar". Se sabe de dos veces que estuve a punto de ahogarse. Se salvó porque a último momento siempre hubo alguien que le tiró un cabo.
Cuenta Roberto Pardo que en una oportunidad había varios muchachos bañándose en las tranquilas aguas del puerto, cuando apareció, con gran entusiasmo, el andaluz. Lo vieron desvestirse y arrojarse al agua al mejor estilo Tarzán. Pero de pronto advirtieron que hacía gestos desesperados, daba manotazos como las aspas aceitadas de un molino y se hundía... En un principio creyeron que se trataba de una broma. De mal gusto, pero broma al fin. Y reían de lo bien que estaba representando su papel de ahogado. Pero no era broma. No sabía nadar y se había arrojado peligrosamente. Lo sacaron.

Extraído de "Historietas Whitenses", de Ampelio M. Liberali. Museo del Puerto. Edición de la Cocina del Puerto de Ingeniero White. Bahía Blanca. Octubre de 1994; p. 14.

José Santos, el andaluz

Ya no quedan cocheros en White. El motor reemplazó la tracción a sangre y el caballo ha desaparecido de los lugares que solía frecuentar. Hubo una época en que había muchos. Después fueron quedando menos y en un momento sólo hubo tres o cuatro: el andaluz, Fermín, el italiano, Andrés Angulo...
El andaluz era el más famoso. Gran bailarín, rivalizaba con Walter Baley en las milongas más famosas del pueblo. Pero su popularidad se extendía más allá de los límites del Empedrado y la Exterior. En Villa Mitre, en Bella Vista, no obstante la rivalidad ambiente, era respetado como se respeta a los que saben, en todas las actividades humanas. Llegaba el andaluz y "se paraban pa' mirarlo bailar". Lo aplaudían.
También en White se aplaudía a quienes llegaban de pagos lejanos y demostraban su arte entre cortes y quebradas. Ahora sí, si el tipo se hacía el guapo, generalmente cobraba.
El andaluz tenía talento y movía las tabas con la cadencia propia de los buenos. Hacía honor a la letra de aquel tango que dice: "Y donde haya una milonga yo no puedo estar sin ir..." Iba, bailaba, les ganaba a todos, lo ovacionaban y volvía al pescante. En otros tiempos, seguramente, habría encontrado en su vocación un lujoso medio de vida. Pero nació muy temprano.

El andaluz tenía un coche y un buen caballo. Solía trenzarse en alocadas carreras con el italiano. Iban desde la estación, por Elsegood hasta el fondo y volvían a todo rigor, caballos y coches y a rebencazo limpio sobre pista de tierra. En los pescantes no iban Legui, Artigas ni Antúnez, pero el final prometía bandera verde. Sin embargo ganaba el italiano, por varios cuerpos. Su caballo era más veloz. Pagaba dos pesos...
Para desquitarse, el andaluz lo desafiaba a bailar. El italiano decía que lo único que sabía era la tarantela... Ganaba el andaluz por abandono.

Otro de los cocheros era Fermín. Cuando no había mucho trabajo y Fermín se entretenía en un bar tomando un par de vinitos y se pasaba de rosca, llegaba a su coche, se sentaba en el pescante y daba tres palmadas. El caballo lo llevaba a su casa sin etapas y sin preguntarle nada. Conocía el camino por instinto. Y más, lo conocía a Fermín.
También Andrés Angulo fue cochero. Durante muchos años llevó la correspondencia de la estación al correo, cuando los trenes llegaban a horario y los carteros llevaban las cartas a domicilio todos los días.
¿Por qué...? ¿Ahora no sucede ni una cosa ni la otra...?
¡No me diga...!

Extraído de "Historietas Whitenses", de Ampelio M. Liberali. Museo del Puerto. Edición de la Cocina del Puerto de Ingeniero White. Bahía Blanca. Octubre de 1994; pp. 13 y 14.

Discurso e conversacione

No hay documentación pero quienes lo conocieron dicen que su nombre era Mauricio Nardi. También dicen que era Búlgaro, pero hay disidencias. Tenía cierto acento itálico. ¿O sería yugoslavo? En un pueblo cosmopolita como White -sólo igualado o superado por la Boca- pudo ser "hasta argentino".
Se lo conocía como "discursos y conversaciones" o mejor, "discurso e conversacione", porque el habla popular se adapta a la limitación de quien es destinatario del recuerdo. Y bien, don Mauricio solía instalarse en la esquina de Guillermo Torres y Elsegood y con público o solito, improvisaba sus discursos a veces incoherentes y otras con argumentos sólidos y contundentes. Lo que ocurría era que hablaba tanto que cuando decía alguna verdad ya se había quedado sin gente. Muchas veces agradecía a los capataces del puerto que le habían dado unas changas que le permitían seguir discurseando. Otras hablaba de la guerra y de la política que, ya, era tema de profundas y desalentadoras manifestaciones. Para dar una idea de lo que abarcaba en sus peroratas, había algunos que lo apodaban Yrigoyen.
Estaba enamorado Mauricio. Su amor tenía un nombre de emperatriz, de reina, de santa, de mártir, hasta de impostora. Su gran amor llevaba el principesco nombre de Catalina. A ella le dedicaba todas sus cuitas, sus poemas de florida literatura y escasa originalidad. Era su novia y le prometía amor y fidelidad para toda la vida.
Pero Catalina nunca se enteró.

Era insólito "Discurso". Cuando no hablaba de Catalina destinaba sus argumentos a ciertos políticos nacionales o extranjeros de notoriedad. Y si bien resultaba a veces reiterativo y monotemático, entre sus incoherencias solía demostrar que estaba al tanto de la actualidad y sorprendía con alguna expresión que, compartida o no, demostraba que tenía noción de lo que hablaba. Una tardecita, en plena guerra mundial, Mauricio andaba eufórico por las calles no habituales ya que casi siempre estaba en la esquina de Ruiz, frente al Jockey Club. Aquella tarde se acercó al Bar Unión, dos cuadras hacia el puerto, abrió la puerta de la esquina y dirigiéndose al dueño le gritó: Alemán de mierda, ¡te declaro la guerra por mar y por tierra!
¡Y se fue lo más orondo!

Extraído de "Historietas Whitenses", de Ampelio M. Liberali. Museo del Puerto. Edición de la Cocina del Puerto de Ingeniero White. Bahía Blanca. Octubre de 1994; pp. 11´y 12.

Chiquela y Nicolita

Nicolita di Giorgio era un tipo fuerte, de mandíbulas de acero. Una tarde, en la carnicería de Pedro Zubini, por una apuesta sin valor y sin sentido, envolvió con una red el cuarto trasero de un novillo y lo llevó, colgado de los dientes, desde el mostrador hasta la puerta, unos 4 ó  5 metros.
El querido, inocente e insensato Chiquela dijo que él también era capaz de una prueba semejante y podría levantar con los dientes una bolsa de azúcar. Estaban en el almacén de doña María (Plunkett y Harris) Pedro Zubini y Sandro Berdini, además de algún otro parroquiano sin apuro.
- ¡Qué vas a levantar...!
- ¡A que sí!
- ¡A que no...!
Lo torearon. Chiquela, un bohemio sin remedio, "entró", herido en su amor propio. Acomodó la bolsa cosida con hebras gruesas y mordió. Contuvo el aliento, juntó fuerzas y... pegó el cabezazo hacia el techo con toda la fuerza de su orgullo. La bolsa ni se movió pero los dientes de Chiquela, los de arriba y los de abajo, quedaron prendidos en el lugar preciso del mordiscón. Y no eran postizos.

Chiquela era un tipo muy popular en White. Decía llamarse Strigane pero nadie sabe si lo decía en serio. No molestaba a nadie. Era lo que se dice un buen tipo. Durante el tiempo de la guerra estaba prohibido acercarse al puerto. Los marineros custodiaban las entradas. Chiquela se metía entre los tamariscos y pasaba. Los guardias sabían que era inofensivo, que iba a buscar algún descarte que le tiraban los pescadores y miraban para otro lado.
Cuando ya la guerra estaba en sus minutos de descuento y el Führer se caía, el gobierno del presidente Edelmiro J. Farrell le declaró la guerra a Alemania, al Eje, el 27 de marzo de 1945. Entonces se aparentó seriedad. Los marineros fueron reemplazados por gendarmes traídos desde el litoral, chaqueños, correntinos. No tenían obligación de conocer a Chiquela. Una mañana de esos últimos días de marzo o de los primeros días de abril, lo vieron agazapado entre los tamariscos. Le dieron la voz de ¡alto! Chiquela, que no entendía de códigos militares salió al claro y con un gesto no muy cortés respondió: ¡Tó per té...!
Lo bajaron de un balazo. Fue el último día de la guerra. También en White pudo haberse dicho, como en el libro de Erich María Remarque, la calma había sido tan absoluta que en el parte diario decía: "sin novedad en el frente".

Extraído de "Historietas Whitenses", de Ampelio M. Liberali. Museo del Puerto. Edición de la Cocina del Puerto de Ingeniero White. Bahía Blanca. Octubre de 1994; pp. 10´y 11.

El Turco Jacinto

No era casualidad que todos los milicos de White fueran turcos. Pero la explicación es sencilla: ¿qué otra actividad podían cumplir aquellos hombres llegados de una tierra lejana y sacrificada? Al no conocer el idioma les resultaba difícil conseguir otra ocupación. Pero entre todos, Jacinto sobresalió con caracteres absolutamente personales. Jacinto era "el chafe". Cuando lo ascendieron a sargento -tal vez después de alguna acción "de riesgo" contra los pibes que jugaban a la pelota en la calle- se convirtió en una obsesión. No había partido de pelota de trapo que no contara con un par de campanas en la esquina, para avisar si venía "el chafe".
Pero Jacinto tenía una virtud muy personal: aparecía sin que nadie lo advirtiera y había que tener buena velocidad para meterse debajo de las casas de madera, construidas sobre troncos, para escapar del turco bigotudo y al que suponíamos feroz, por su casco de dos viseras y un pico de bronce, imponente... No lo era tanto, seguramente. Pero se aprovechaba de nuestra ingenua timidez y nos asustaba con su presencia. Eso sí... se llevaba, indefectiblemente, la pelota.
Hoy los pibes están muy avisados. Y de haber algún Jacinto en el entrevero, seguramente le dirían: ¿Qué hacés, turco?... tomátela loco ¿viste? Lo que no se sabe es cuál sería la reacción del chafe. Posiblemente aflojara las riendas de su caballo y recordara que en la seccional lo estaban esperando. Pero eso sí, no podría llevarse la pelota porque ya nadie juega a la pelota en las calles de White.
Por el pavimento, debe ser.

Extraído de "Historietas Whitenses", de Ampelio M. Liberali. Museo del Puerto. Edición de la Cocina del Puerto de Ingeniero White. Bahía Blanca. Octubre de 1994; p. 10.

Turrón Japonés

Preparaba una barra de color indefinido, con vetas color chocolate, muy dulce pero no empalagosa. Era una fórmula propia. Se la quisieron comprar y le ofrecieron buena plata de aquella fuerte y escasa, de una estabilidad de años. No la vendió. Prometió no hacerlo. Me la llevaré a la tumba conmigo. No la venderé a nadie... -dijo- y cumplió. Esa mezcla de azúcar con... vaya a saber, era albán, o algo así.
Turrón Japonés era griego. Los únicos momentos en que no se lo veía con su carga dulce era cuando amarraba en puerto algún buque de su patria lejana. Entonces, con sus compatriotas, amenizaba las reuniones en el Bar Griego de la calle Siches, al lado del Orfeón Español y la Farmacia de Morán, muy cerca del negocio de otro griego ilustre de White, don Marcos Mardirós, y bailaban una danza que años después popularizó Anthony Quinn, en "Zorba el griego". ¿El pericón del Olimpo?
Turrón Japonés cortaba su mercadería con herramientas muy parecidas a un pequeño cortafierro al que golpeaba con un martillito. Envolvía el menjunje en un papel encerado y cobraba los 10 centavos. La cantidad siempre distinta y además irregular, estaba directamente relacionada con la cara del comprador.
Muchos años después apareció en Buenos Aires un personaje que fue muy popular en las canchas de fútbol. Se llamaba... Chuenga. Sólo nos enteramos de su nombre civil, José Eduardo pastor, cuando los diarios dieron la noticia de su muerte en 1984. Nadie lo recuerda. Para todos, seguirá siendo Chuenga. Era un tipo simpático, cordial, afectivo. Pasaba entre las barras de fanáticos de todos los equipos sin resistencia. Nunca lo agredieron. Siempre le compraron. Y le pagaron.
Lo que vendía Chuenga se asemejaba bastante a aquel Turrón Japonés que habíamos conocido de pibe los whitenses. No sería, tal vez, la fórmula del griego pero algo tenían en común: también la cantidad estaba en relación a la cara del comprador. Cuando Chuenga le vendía a algún capo de la barra brava... perdía plata. Cosa que nunca le pasó a nuestro inefable Turrón.

Extraído de "Historietas Whitenses", de Ampelio M. Liberali. Museo del Puerto. Edición de la Cocina del Puerto de Ingeniero White. Bahía Blanca. Octubre de 1994; p. 9.

Otra del Foca

Que el Foca vivía en la casa de Genovart, en Mascarello frente a los bomberos, es cosa sabida. No era un conventillo pero lo habitaban varios de los personajes que dieron a White brillo y esplendor. Uno de ellos, el Foca, cocinaba los fideos no en una olla o cacerola sino en una escupidera. Decía que era más barata que los otros utensilios...
En su desayuno comía las bolas de fraile que le habían sobrado del día anterior, o de los días anteriores, porque su público consumidor no era tan exquisito, como para exigir mercadería recién salida de la olla. ¿O también utilizaría, para la fritura, ese adminículo que usaba para sus tallarines...?
¡Y tantas bolas de fraile que habremos comido, sin saber cómo las había hecho! Y bueno, ojos que no ven, corazón que no siente...

Extraído de "Historietas Whitenses", de Ampelio M. Liberali. Museo del Puerto. Edición de la Cocina del Puerto de Ingeniero White. Bahía Blanca. Octubre de 1994; pp. 8 y 9.