lunes, 6 de julio de 2015

Chufalá


Era un clásico: jugaba bien a la pelota a paleta, al fútbol... Se lució en la primera de Comercial y los viejos aficionados recuerdan un gol que le marcó a Liniers, en la Avenida Alem, desde más de 40 metros. Levantó la red y sacudió la tierra. Fue en el arco de la avenida y el arquero no la vio pasar. El sol en contra permitió que viéramos el humito de la red y la pelota, cuando las canchas eran tierra pura y no había ni siquiera una matita de césped. Su nombre era Francisco, hermano de Enrique y de apellido Godardo.
Los que no lo quieren dicen que tiene un récord: se jubiló sin haber trabajado nunca. (Bueno... récord como ese, si fuera cierto, hay tantos en el país... por algo las cajas están como están...) Además no es verdad. Trabajó Chufalá. A veces con Elizondo, y una vez anduvo por Comodoro Rivadavia...
Cuando jugaba en Comercial lo marcaban a presión. En un partido duro Coria lo trabó y el juez pitó. Chufalá siguió con la pelota, Coria le metió la pierna y lo quebró. Allí terminó la carrera futbolística del puntero derecho, sombra negra de Liniers...

Aníbal Troncoso le tiró un gancho. Lo llevó a Tigre donde lo probaron, pero ya andaba por los treinta y dos o treinta y tres años y estaba terminado. Se quedó como tres meses en Buenos Aires con Melón... Cuando regresó, más bohemio todavía, pasaba noches enteras en el Curacó.

Cuando Alberto Castillo pasó por White preguntó a quién podía nombrar, en una broma que repetía en todas las ciudades, para dedicarle el candombe "Cachivachero". Le dijeron que el candidato ideal era Chufalá. Se lo dedicó a Chufalá. Chufalá lo festejó. Pero después lo embalaron: Chufalá... te cargó Castillo... te hizo quedar mal...
Entró como caballo con careta. Y fue a buscar a Castillo por todo el pueblo. Cuando lo encontró lo quería reventar. ¡Lo tuvieron que parar...! El "tordo" cantor no entendía nada...


Extraído de "Historietas Whitenses", de Ampelio M. Liberali. Museo del Puerto. Edición de la Cocina del Puerto de Ingeniero White. Bahía Blanca. Octubre de 1994; pp. 22 y 23.

El señor cura y el diablo


Hacía frío aquella noche y los traspuntes llevaron unas botellas de anís y ginebra. En "El señor cura y el diablo" tenía una escena final en la que debía entrar un agente de policía. Era Antonio Gómez. Y ya en el primer acto quería entrar... Parecía indignado por la escena de injusticia que veía (doble) desde bambalinas. Tito Distéfano lo paraba: No, Antonio...¡todavía no!
Cuando llegó la hora de entrar, Antonio no se tenía en pie. Se había limpiado las botellas y le salía humo por la chaqueta. Gianetto estaba desesperado. Llegaba el momento y el "chafe" se caía. No había bastón, ni siquiera un poste para sostenerse. Le puso una silla entre las manos y lo empujó a escena. Se acabó el drama... Cuando cayó el telón también se cayó el cana. Y esa noche durmió en la sala uno del Municipal.
A esa situación la llamaban "sbornia".

Extraído de "Historietas Whitenses", de Ampelio M. Liberali. Museo del Puerto. Edición de la Cocina del Puerto de Ingeniero White. Bahía Blanca. Octubre de 1994; p. 22.

Gianetto Belavigna


Fue uno de los mejores directores de teatro, sino el mejor. Pero... ¿quién le enseñó...? ¿Dónde aprendió...? ¿En qué escuela se graduó...? Respuestas: leyendo teatro, en la vida, en la escuela del instinto, de la intuición, de la vocación. Cuando dirigía era muy severo. No aceptaba que los actores no conocieran la letra ni que se descuidaran en escena. En los ensayos insistía hasta que salía como él pretendía.
- Así era Gianetto, dice Sara García, una de las actrices preferidas.
- Pero también actuaba.
- Sí, y lo hacía muy bien, con un gran amor por el teatro, como lo poníamos todos. Ninguno era profesional pero poníamos el alma en cada obra, en cada escena, en cada palabra.
- Cuando usted debutó ¿la dirigió Gianetto?
- No sólo eso, sino que como en casa no veían con mucho entusiasmo que yo actuara en teatro, Gianetto y Pablo Gobart fueron a hablar con mi padre. La seriedad, la responsabilidad, la personalidad de los dos hizo que desaparecieran todos los temores...

También bailando el pericón debuté con Gianetto, dice Sara García. Después me ponían de pareja con todos los debutantes y los menos aplicados. Para que los amansara...

Cuando se inauguró el salón de La Siempre Verde el elenco que dirigía Gianetto presentó el sainete de Alberto Vaccarezza "El conventillo de la Paloma". Josefa Firpo era la dama joven, Gianetto hacía de Villa Crespo y un actor bahiense de Paseo de Julio; Sara personificaba a la gallega y su hermana Dora a la turca. Fue un gran suceso que debieron repetir varias veces.
La Siempre Verde fue fundada en 1907 pero el salón de la calle Siches 4041 fue construido muchos años después. Cuando se fundó el nombre era: Sociedad Recreativa, Coral y Musical La Siempre Verde.


También era celoso de su trabajo. En una oportunidad Comercial organizó un festival en la Italiana y La Siempre Verde otro, simultáneamente, en su salón. El de Comercial estuvo más concurrido. A la tarde siguiente (aunque Gianetto era tan comercialino como el que más...) a su paso por Siches, alguien deslizó una indirecta:
- ¿Qué tal... fuiste al velorio anoche...?
Gianetto reaccionó y lo encaró:
- Usted no tiene derecho a ofenderme... Lo que dijo es un agravio y no se lo voy a permitir...
- Disculpe... tiene razón. Le pido mil perdones... Nunca más lo haré.
Hiciste bien, Tulio. Para disculparse también hay que ser hombre. Y si uno mete la pata, hay que saber rectificarse.
En el acto del sepelio de Marcos Mardirós, dijo Gianetto Belavigna que éste había sido el precursor del teatro de aficionados, que ya en 1908  emocionaba al público con las obras "Muerte civil", "La carcajada", "Los dos sargentos" y otras. Quienes lo veían actuar y dirigir lo consideraban un maestro y trataban de imitarlo.


Extraído de "Historietas Whitenses", de Ampelio M. Liberali. Museo del Puerto. Edición de la Cocina del Puerto de Ingeniero White. Bahía Blanca. Octubre de 1994; pp. 20 a 22.



Plantas y flores en el Pasaje Santa Rosa


Cuando dejó su cargo en la prefectura de White don Teófilo se fue a vivir a la capital federal. Tenía su residencia en el pasaje Santa Rosa, en Palermo, a poca distancia del Jardín Botánico. Desde la casa hasta la puerta de calle había un senderito bordeado de flores y plantas.
Don Teófilo, casi todas las mañanas, iba a sentarse a las plazas cercanas y llevaba los matutinos que leía con atención durante varias horas. Y además llevaba un cuchillo con el que solía "levantar" algunas plantitas, sin depredar, sin dañar, más bien conservando las especies, bastante descuidadas en los jardines botánicos y plazas de la zona, y las sembraba en su casa.

La calle Maipú era muy angosta. Lo sigue siendo. Tiempo atrás circulaban por su angostura los viejos tranvías que dieron a Buenos Aires una fisonomía propia y peculiar. Por Maipú pasaban tranvías. Y como había estacionamiento a la derecha, entre el paso del armatoste de hierro y madera y los coches estacionados apenas pasaba, con talco, un coche más. A la altura del 500, entre Tucumán y Lavalle, la vía estaba tan cerca de la vereda que al pasar el tranvía ocupaba parte de la acera. Por allí andaba Salustio una mañana cuando un tranvía lo golpeó. Lo golpeó duro y lo arrojó contra la pared. Fue un golpazo.
Se recuperó después de varias semanas de reposo y medicación. Pero no pudo reponerse totalmente. Es posible que las consecuencias de aquel porrazo le hayan provocado lesiones que derivaron en su muerte poco después. Tenía ochenta años. Una calle del puerto lleva su nombre.


Extraído de "Historietas Whitenses", de Ampelio M. Liberali. Museo del Puerto. Edición de la Cocina del Puerto de Ingeniero White. Bahía Blanca. Octubre de 1994; p. 20.

Don Teófilo Salustio


Teniente de navío retirado, subprefecto don Teófilo Salustio... Era su carta de presentación. Un tipo servicial y generoso. Pero le disparaban con ganas. Invitaba a una cerveza pero el convite podía durar toda la noche. Muchas madrugadas se extendían hasta que calentaba el sol. Una noche de verano, a la salida del cine, estaba con unos amigos en la vereda del Bar Estrella.
- Buenas noches, señor prefecto...
- Psssttt... venga para acá. ¡Siéntese!
Cerveza, más cerveza. Campanas de las horas cortas y un acompañante que se va. Mejor, que intenta irse. Salustio hace sonar su silbato y llega el marinero:
- ¡Vaya y tráigame a ese señor!
A las seis de la mañana se fueron los tres: Atilio Rodríguez Fontán, Salustio y el capitán... el que quiso irse a las dos.

Tardecita de verano. Un chico de unos doce o trece años paseaba su apacible felicidad por el hall de la estación. Un estornudo, como un ventarrón, turbó su paz.
- Salud..., dijo, y siguió su camino.
- Oiga jovencito... ¿usted dijo salud?
Era el prefecto. Si lo hubiera sabido me callaba la boca..., pensó el purrete. Lo hizo sentar en la barra. Pidió un vino. El chico tomaba a sorbitos. El barman sonreía de costado adivinando el susto. Después el prefecto le puso la mano sobre el hombro y lo llevó, despacito,  camino del Bar Unión. Cuando pasaron por la prefectura le dijo:
- Tengo unos calabozos nuevos, muy lindos, ¿los quiere conocer?
- No, gracias señor... ¡otro día!
Se sentaron y Salustio pidió cerveza y dos vasos. El prefecto de espaldas a Prefectura y el pibe de frente al puerto. El paso de un amigo distrajo a Salustio que desvió su mirada para conversar. El chico saltó el zanjón como un canguro y en tiempo récord llegó a la esquina de Siches sin mirar atrás. Desde la verdulería de Greco pudo observar la sorpresa del prefecto. Después, durante meses, cuando René Fernández lo veía venir a Salustro, cruzaba la calle, no fuera que lo reconociera...

Una vez Américo Luciani dijo algo que no le agradó a don Salustio. El prefecto sacó su pistola y amagó tirarle. Américo corrió los cien metros más rápido que Carl Lewis en Seúl. Lástima que no había quien registrara tiempos...

En la prefectura tenía un zoológico en miniatura. Un guanaco, un pavo real, varios perros, chivas, águilas, cóndores... de todo había. Los cuidaba el Negro Durán. El guanaco era peligroso. Si no le gustaba alguna presencia lo hacía saber con un escupitajo. Mal genio, el tipo.

Extraído de "Historietas Whitenses", de Ampelio M. Liberali. Museo del Puerto. Edición de la Cocina del Puerto de Ingeniero White. Bahía Blanca. Octubre de 1994; pp. 18 y 19.

 

lunes, 29 de junio de 2015

Mariano... ¡Fa lu gatto...!


Muchos tipos pintorescos pasaron por el pueblo pero muy pocos como Mariano. Su habilidad consistía en imitar a la perfección el maullido de los gatos. Seguramente alguna vez despertó falsas expectativas entre la fauna gatuna enamoradiza y pendenciera que deambulaba por los techos buscando restos del puchero habitual de aquellos tiempos. Por talento imitador, le pedían: Mariano... fa lu gatto...
Y Mariano emitía su maullido capaz de confundir al felino más avispado, veterano de mil noctámbulas hazañas en baldíos y patios alambrados. Tantas veces le pidieron a Mariano el "fa lu gatto", que al final la fonética de la petición le quedó como apellido. Y muchos creían que en su documento de identidad decía Mariano Falugatto...
Poco se sabía de su origen. Se decía que era analfabeto y generalmente andaba por las calles embarradas con un palo como bastón y una bolsa en la que escondía lo poco que le daban. Vagaba por la vida en busca de lo que había perdido y que jamás volvería a encontrar.

Un mediodía Mariano discutió cualquier cosa con un estibador que regresaba de sus tareas en el puerto. De pronto cayó como fulminado. El facón del portuario le había abierto el vientre de un solo tajo. Y allí quedó, tirado en la calle sin el recurso del mito de las siete vidas. Fue frente al almacén de Moralejo, en Torres y Dasso. El matador subió a un ómnibus y se fue a Bahía sin saludar. Pero fue detenido.
Era buen tipo Mariano. Por mucho tiempo se extrañó su maullido lastimero.


Extraído de "Historietas Whitenses", de Ampelio M. Liberali. Museo del Puerto. Edición de la Cocina del Puerto de Ingeniero White. Bahía Blanca. Octubre de 1994; p. 18.

El Zoppo


¡Cuadro... Zoppo... Satanás...!
Cuando se cortaba la película la sala era una sola voz, un coro afiatado de esas palabras que sólo nos atrevíamos a pronunciar en la oscuridad. No existía la televisión, que ahora las puso en boca de los más chiquititos...
Fue operador del Cine Aída y del Jockey Club. El sobrenombre se debía a una prótesis en una pierna, que le dificultaba caminar. Vivió en Lautaro cerca de Sgalla, Natali, Sucic. Se cuenta que su madre curaba el empacho y que algunos médicos la recomendaban a madres asustadas.
Cuando Fu Man Chu, el mago más famoso del mundo se presentó en White, pasó el papelón más grande de su vida. Al finalizar su actuación fue ovacionado y en reconocimiento a los aplausos prometió un número extra: la danza de los fantasmas. Para que la acción tuviera realismo era preciso, imperioso, que la sala permaneciera en total oscuridad. Debían apagarse las luces y nadie debería encender un fósforo ni una linterna si la hubiera. Después de varios intentos -siempre quedaba alguna fumata rezagada ya que se fumaba en la sala- se logró la más absoluta oscuridad. Y comenzó la "danza de los fantasmas".
Una música triste, funeraria, lúgubre, macabra, preparó el clima. Y cuando los ojos se habían acostumbrado a la sombra total comenzaron a percibirse, sobre las cabezas de los espectadores, esos fantasmas que no existen pero que los hay, y más de un valiente se pegó su formidable jabón...
El primero que sintió el impacto angustiante del miedo fue el Zoppo, que de un nervioso palancazo encendió todas las luces de la sala. Se acabó el misterio. Desde el escenario y la mitad del salón los ayudantes del mago, provistos de largas cañas con trozos de sábanas en los extremos, agitaban a sus "fantasmas" al ritmo espeluznante de la música...
Cuenta Atilio Rodríguez Fontán que cuando Fu Man Chu ofrecía en otras ciudades su "danza de los fantasmas", se aseguraba de que en la cabina... ¡no estuviera el Zoppo!

Su nombre era Ismael López. Y era pintor de cuadros, de buenos cuadros. Tal vez por falta de actividad continuada, de estímulo, de posibilidades, nunca pudo hacer valorar su vocación. De haber tenido ocasión de pintar con regularidad, de White pudo haber surgido un rival de Toulouse Lautrec.


Extraído de "Historietas Whitenses", de Ampelio M. Liberali. Museo del Puerto. Edición de la Cocina del Puerto de Ingeniero White. Bahía Blanca. Octubre de 1994; pp. 16 y 17.
 

lunes, 22 de junio de 2015

Carbonetti

Buen tipo, como casi todos los que en aquellos tiempos escribieron la parte más grotesca de la historia whitense. Era de una respetable familia porteña y cuando llegó a su edad proclive a la bohemia apareció en White como suele caer la bola en un casillero de la ruleta. Trabajó con Antonio Fontán, hombre alto, de buen físico y excelentes aptitudes para el mar. Carbonetti conocía los secretos del mar y enseñó su teoría a muchos prácticos que hicieron honor a la profesión. Y buena plata...
Era muy querido Carbonetti en el pueblo. Pero poco a poco la bebida fue minando su personalidad y destrozando su vida. Era tímido y educado. No pedía bebida. Simplemente se acercaba donde hubiera un vaso y felicitaba al dueño de casa o a su familia con un "feliz año nuevo" aunque fuera agosto... o "feliz cumpleaños", de puro pálpito no más. La recompensa por el buen deseo era un vinito...

En el boliche de Torre pagaba un vaso y Aldo le servía dos, con la tácita complacencia del patrón, que miraba el techo. Era un buen tipo Alejandro Torre, el patrón, y su generosidad era mucho más noble que un vaso de vino...

Esos no eran borrachos, dice Tulio. Esos tomaban vino-vino. Nosotros podemos ser los borrachos, no ellos... Y Carbonetti era el mejor práctico de la zona. Conocía todo lo que hay que conocer del mar y de los canales. Claro que después se fue perdiendo, pero era un hombre educado, correctísimo, aún en los últimos años de su vida.

Una noche Carbonetti salió del boliche de Pierini y se dirigía por Elsegood hacia Avenente. Cuando pasaba frente a la casa de Walter Baley un carnero de la fauna de Gualti lo embistió y lo arrojó al medio de la calle. El pobre Carbonetti, golpeado y con varios vinos en el cuerpo, decía desde el suelo, abriendo un ojo por vez:
- ¡Mi pare que sono morto...! ¡Mi pare que sono morto...! Pepe Santiago, testigo presencial, asegura que no era cierto que Carbonetti estuviera muerto... le habrá parecido cuando Baley le acercó la cara y él supuso que estaría en el purgatorio...

Fue muy querido Carbonetti entre la gente del mar. Los prácticos, cuando lo internaron en el hospital, lo visitaban con gran afecto. Estuvo poco tiempo internado. Allí no le daban vino. Por eso, tal vez, duró poco. El alcohol ya era una necesidad. Los prácticos pagaron los gastos de su sepelio y le hicieron construir una sepultura.

Extraído de "Historietas Whitenses", de Ampelio M. Liberali. Museo del Puerto. Edición de la Cocina del Puerto de Ingeniero White. Bahía Blanca. Octubre de 1994; pp. 15 y 16.

Fantasmas en la noche

Al fondo de un camino de tierra salitrosa -cuando caían dos gotas era casi infranqueable- había una casa con paredes de ladrillo a la vista, frecuentemente visitada por hombres de todas las edades, en busca de ciertos placeres baratos, a dos pesos el turno. Las habituales pupilas del lugar, al cabo de varias jornadas de trabajo, visitaban al médico a los efectos de prevenir eventuales alteraciones de salud en sus pobres cuerpos sometidos y de preservar la de sus ocasionales visitantes. Generalmente regresaban a su habitáculo en horas de la noche del miércoles, cuando la actividad era menos rentable. Las llevaba, en su coche, el andaluz.
El camino era oscuro. Oscurísimo. El caballo, conocedor de la ruta tantas veces transitada, conocía de memoria baches y huellas terroneadas. Pero una noche... Siempre hubo malditos en todas partes. En White también. Y en la noche más tenebrosa, más oscura y más ventosa, colocaron una soga entre dos parantes y le adosaron sábanas blancas que agitaban desde sus escondites mediante piolines que pasaban de un lado al otro del camino, como fantasmas.
Las chicas no se asustaron demasiado. Habían conocido cosas peores. Pero el andaluz, una hora después, en la comisaría... ¡todavía temblaba y no podía contar lo que había visto...!

Extraído de "Historietas Whitenses", de Ampelio M. Liberali. Museo del Puerto. Edición de la Cocina del Puerto de Ingeniero White. Bahía Blanca. Octubre de 1994; p. 15.

Casi se ahoga, 2

Tiburón 1, Tiburón 2... Duro de matar 1, Duro de matar 2... Actualmente cuando una película resulta un éxito de taquillas se repite con igual título y se le agrega el correlato numeral. El andaluz casi se ahoga en el puerto. Y como en las películas, no escarmentó. Llegó al mar y vio al Lungo Tresich sumergido con el agua hasta el cuello:
- Lungo, ¿se hace pie allí...?
- Sí...
Se tiró. El que "hacía pie" era Tresich, que medía como dos metros. El andaluz era petiso al lado del dueño de Brisas Marinas. Lo sacaron otra vez. "Se salvó, 2".

Extraído de "Historietas Whitenses", de Ampelio M. Liberali. Museo del Puerto. Edición de la Cocina del Puerto de Ingeniero White. Bahía Blanca. Octubre de 1994; p. 14.

Casi se ahoga

José Santos, más conocido en el ambiente con el mote de el andaluz, era un personaje pintoresco y sentimental. Todo el mundo lo apreciaba porque era buen tipo y servicial "pa' lo que guste mandar". Se sabe de dos veces que estuve a punto de ahogarse. Se salvó porque a último momento siempre hubo alguien que le tiró un cabo.
Cuenta Roberto Pardo que en una oportunidad había varios muchachos bañándose en las tranquilas aguas del puerto, cuando apareció, con gran entusiasmo, el andaluz. Lo vieron desvestirse y arrojarse al agua al mejor estilo Tarzán. Pero de pronto advirtieron que hacía gestos desesperados, daba manotazos como las aspas aceitadas de un molino y se hundía... En un principio creyeron que se trataba de una broma. De mal gusto, pero broma al fin. Y reían de lo bien que estaba representando su papel de ahogado. Pero no era broma. No sabía nadar y se había arrojado peligrosamente. Lo sacaron.

Extraído de "Historietas Whitenses", de Ampelio M. Liberali. Museo del Puerto. Edición de la Cocina del Puerto de Ingeniero White. Bahía Blanca. Octubre de 1994; p. 14.

José Santos, el andaluz

Ya no quedan cocheros en White. El motor reemplazó la tracción a sangre y el caballo ha desaparecido de los lugares que solía frecuentar. Hubo una época en que había muchos. Después fueron quedando menos y en un momento sólo hubo tres o cuatro: el andaluz, Fermín, el italiano, Andrés Angulo...
El andaluz era el más famoso. Gran bailarín, rivalizaba con Walter Baley en las milongas más famosas del pueblo. Pero su popularidad se extendía más allá de los límites del Empedrado y la Exterior. En Villa Mitre, en Bella Vista, no obstante la rivalidad ambiente, era respetado como se respeta a los que saben, en todas las actividades humanas. Llegaba el andaluz y "se paraban pa' mirarlo bailar". Lo aplaudían.
También en White se aplaudía a quienes llegaban de pagos lejanos y demostraban su arte entre cortes y quebradas. Ahora sí, si el tipo se hacía el guapo, generalmente cobraba.
El andaluz tenía talento y movía las tabas con la cadencia propia de los buenos. Hacía honor a la letra de aquel tango que dice: "Y donde haya una milonga yo no puedo estar sin ir..." Iba, bailaba, les ganaba a todos, lo ovacionaban y volvía al pescante. En otros tiempos, seguramente, habría encontrado en su vocación un lujoso medio de vida. Pero nació muy temprano.

El andaluz tenía un coche y un buen caballo. Solía trenzarse en alocadas carreras con el italiano. Iban desde la estación, por Elsegood hasta el fondo y volvían a todo rigor, caballos y coches y a rebencazo limpio sobre pista de tierra. En los pescantes no iban Legui, Artigas ni Antúnez, pero el final prometía bandera verde. Sin embargo ganaba el italiano, por varios cuerpos. Su caballo era más veloz. Pagaba dos pesos...
Para desquitarse, el andaluz lo desafiaba a bailar. El italiano decía que lo único que sabía era la tarantela... Ganaba el andaluz por abandono.

Otro de los cocheros era Fermín. Cuando no había mucho trabajo y Fermín se entretenía en un bar tomando un par de vinitos y se pasaba de rosca, llegaba a su coche, se sentaba en el pescante y daba tres palmadas. El caballo lo llevaba a su casa sin etapas y sin preguntarle nada. Conocía el camino por instinto. Y más, lo conocía a Fermín.
También Andrés Angulo fue cochero. Durante muchos años llevó la correspondencia de la estación al correo, cuando los trenes llegaban a horario y los carteros llevaban las cartas a domicilio todos los días.
¿Por qué...? ¿Ahora no sucede ni una cosa ni la otra...?
¡No me diga...!

Extraído de "Historietas Whitenses", de Ampelio M. Liberali. Museo del Puerto. Edición de la Cocina del Puerto de Ingeniero White. Bahía Blanca. Octubre de 1994; pp. 13 y 14.

Discurso e conversacione

No hay documentación pero quienes lo conocieron dicen que su nombre era Mauricio Nardi. También dicen que era Búlgaro, pero hay disidencias. Tenía cierto acento itálico. ¿O sería yugoslavo? En un pueblo cosmopolita como White -sólo igualado o superado por la Boca- pudo ser "hasta argentino".
Se lo conocía como "discursos y conversaciones" o mejor, "discurso e conversacione", porque el habla popular se adapta a la limitación de quien es destinatario del recuerdo. Y bien, don Mauricio solía instalarse en la esquina de Guillermo Torres y Elsegood y con público o solito, improvisaba sus discursos a veces incoherentes y otras con argumentos sólidos y contundentes. Lo que ocurría era que hablaba tanto que cuando decía alguna verdad ya se había quedado sin gente. Muchas veces agradecía a los capataces del puerto que le habían dado unas changas que le permitían seguir discurseando. Otras hablaba de la guerra y de la política que, ya, era tema de profundas y desalentadoras manifestaciones. Para dar una idea de lo que abarcaba en sus peroratas, había algunos que lo apodaban Yrigoyen.
Estaba enamorado Mauricio. Su amor tenía un nombre de emperatriz, de reina, de santa, de mártir, hasta de impostora. Su gran amor llevaba el principesco nombre de Catalina. A ella le dedicaba todas sus cuitas, sus poemas de florida literatura y escasa originalidad. Era su novia y le prometía amor y fidelidad para toda la vida.
Pero Catalina nunca se enteró.

Era insólito "Discurso". Cuando no hablaba de Catalina destinaba sus argumentos a ciertos políticos nacionales o extranjeros de notoriedad. Y si bien resultaba a veces reiterativo y monotemático, entre sus incoherencias solía demostrar que estaba al tanto de la actualidad y sorprendía con alguna expresión que, compartida o no, demostraba que tenía noción de lo que hablaba. Una tardecita, en plena guerra mundial, Mauricio andaba eufórico por las calles no habituales ya que casi siempre estaba en la esquina de Ruiz, frente al Jockey Club. Aquella tarde se acercó al Bar Unión, dos cuadras hacia el puerto, abrió la puerta de la esquina y dirigiéndose al dueño le gritó: Alemán de mierda, ¡te declaro la guerra por mar y por tierra!
¡Y se fue lo más orondo!

Extraído de "Historietas Whitenses", de Ampelio M. Liberali. Museo del Puerto. Edición de la Cocina del Puerto de Ingeniero White. Bahía Blanca. Octubre de 1994; pp. 11´y 12.

Chiquela y Nicolita

Nicolita di Giorgio era un tipo fuerte, de mandíbulas de acero. Una tarde, en la carnicería de Pedro Zubini, por una apuesta sin valor y sin sentido, envolvió con una red el cuarto trasero de un novillo y lo llevó, colgado de los dientes, desde el mostrador hasta la puerta, unos 4 ó  5 metros.
El querido, inocente e insensato Chiquela dijo que él también era capaz de una prueba semejante y podría levantar con los dientes una bolsa de azúcar. Estaban en el almacén de doña María (Plunkett y Harris) Pedro Zubini y Sandro Berdini, además de algún otro parroquiano sin apuro.
- ¡Qué vas a levantar...!
- ¡A que sí!
- ¡A que no...!
Lo torearon. Chiquela, un bohemio sin remedio, "entró", herido en su amor propio. Acomodó la bolsa cosida con hebras gruesas y mordió. Contuvo el aliento, juntó fuerzas y... pegó el cabezazo hacia el techo con toda la fuerza de su orgullo. La bolsa ni se movió pero los dientes de Chiquela, los de arriba y los de abajo, quedaron prendidos en el lugar preciso del mordiscón. Y no eran postizos.

Chiquela era un tipo muy popular en White. Decía llamarse Strigane pero nadie sabe si lo decía en serio. No molestaba a nadie. Era lo que se dice un buen tipo. Durante el tiempo de la guerra estaba prohibido acercarse al puerto. Los marineros custodiaban las entradas. Chiquela se metía entre los tamariscos y pasaba. Los guardias sabían que era inofensivo, que iba a buscar algún descarte que le tiraban los pescadores y miraban para otro lado.
Cuando ya la guerra estaba en sus minutos de descuento y el Führer se caía, el gobierno del presidente Edelmiro J. Farrell le declaró la guerra a Alemania, al Eje, el 27 de marzo de 1945. Entonces se aparentó seriedad. Los marineros fueron reemplazados por gendarmes traídos desde el litoral, chaqueños, correntinos. No tenían obligación de conocer a Chiquela. Una mañana de esos últimos días de marzo o de los primeros días de abril, lo vieron agazapado entre los tamariscos. Le dieron la voz de ¡alto! Chiquela, que no entendía de códigos militares salió al claro y con un gesto no muy cortés respondió: ¡Tó per té...!
Lo bajaron de un balazo. Fue el último día de la guerra. También en White pudo haberse dicho, como en el libro de Erich María Remarque, la calma había sido tan absoluta que en el parte diario decía: "sin novedad en el frente".

Extraído de "Historietas Whitenses", de Ampelio M. Liberali. Museo del Puerto. Edición de la Cocina del Puerto de Ingeniero White. Bahía Blanca. Octubre de 1994; pp. 10´y 11.

El Turco Jacinto

No era casualidad que todos los milicos de White fueran turcos. Pero la explicación es sencilla: ¿qué otra actividad podían cumplir aquellos hombres llegados de una tierra lejana y sacrificada? Al no conocer el idioma les resultaba difícil conseguir otra ocupación. Pero entre todos, Jacinto sobresalió con caracteres absolutamente personales. Jacinto era "el chafe". Cuando lo ascendieron a sargento -tal vez después de alguna acción "de riesgo" contra los pibes que jugaban a la pelota en la calle- se convirtió en una obsesión. No había partido de pelota de trapo que no contara con un par de campanas en la esquina, para avisar si venía "el chafe".
Pero Jacinto tenía una virtud muy personal: aparecía sin que nadie lo advirtiera y había que tener buena velocidad para meterse debajo de las casas de madera, construidas sobre troncos, para escapar del turco bigotudo y al que suponíamos feroz, por su casco de dos viseras y un pico de bronce, imponente... No lo era tanto, seguramente. Pero se aprovechaba de nuestra ingenua timidez y nos asustaba con su presencia. Eso sí... se llevaba, indefectiblemente, la pelota.
Hoy los pibes están muy avisados. Y de haber algún Jacinto en el entrevero, seguramente le dirían: ¿Qué hacés, turco?... tomátela loco ¿viste? Lo que no se sabe es cuál sería la reacción del chafe. Posiblemente aflojara las riendas de su caballo y recordara que en la seccional lo estaban esperando. Pero eso sí, no podría llevarse la pelota porque ya nadie juega a la pelota en las calles de White.
Por el pavimento, debe ser.

Extraído de "Historietas Whitenses", de Ampelio M. Liberali. Museo del Puerto. Edición de la Cocina del Puerto de Ingeniero White. Bahía Blanca. Octubre de 1994; p. 10.

Turrón Japonés

Preparaba una barra de color indefinido, con vetas color chocolate, muy dulce pero no empalagosa. Era una fórmula propia. Se la quisieron comprar y le ofrecieron buena plata de aquella fuerte y escasa, de una estabilidad de años. No la vendió. Prometió no hacerlo. Me la llevaré a la tumba conmigo. No la venderé a nadie... -dijo- y cumplió. Esa mezcla de azúcar con... vaya a saber, era albán, o algo así.
Turrón Japonés era griego. Los únicos momentos en que no se lo veía con su carga dulce era cuando amarraba en puerto algún buque de su patria lejana. Entonces, con sus compatriotas, amenizaba las reuniones en el Bar Griego de la calle Siches, al lado del Orfeón Español y la Farmacia de Morán, muy cerca del negocio de otro griego ilustre de White, don Marcos Mardirós, y bailaban una danza que años después popularizó Anthony Quinn, en "Zorba el griego". ¿El pericón del Olimpo?
Turrón Japonés cortaba su mercadería con herramientas muy parecidas a un pequeño cortafierro al que golpeaba con un martillito. Envolvía el menjunje en un papel encerado y cobraba los 10 centavos. La cantidad siempre distinta y además irregular, estaba directamente relacionada con la cara del comprador.
Muchos años después apareció en Buenos Aires un personaje que fue muy popular en las canchas de fútbol. Se llamaba... Chuenga. Sólo nos enteramos de su nombre civil, José Eduardo pastor, cuando los diarios dieron la noticia de su muerte en 1984. Nadie lo recuerda. Para todos, seguirá siendo Chuenga. Era un tipo simpático, cordial, afectivo. Pasaba entre las barras de fanáticos de todos los equipos sin resistencia. Nunca lo agredieron. Siempre le compraron. Y le pagaron.
Lo que vendía Chuenga se asemejaba bastante a aquel Turrón Japonés que habíamos conocido de pibe los whitenses. No sería, tal vez, la fórmula del griego pero algo tenían en común: también la cantidad estaba en relación a la cara del comprador. Cuando Chuenga le vendía a algún capo de la barra brava... perdía plata. Cosa que nunca le pasó a nuestro inefable Turrón.

Extraído de "Historietas Whitenses", de Ampelio M. Liberali. Museo del Puerto. Edición de la Cocina del Puerto de Ingeniero White. Bahía Blanca. Octubre de 1994; p. 9.

Otra del Foca

Que el Foca vivía en la casa de Genovart, en Mascarello frente a los bomberos, es cosa sabida. No era un conventillo pero lo habitaban varios de los personajes que dieron a White brillo y esplendor. Uno de ellos, el Foca, cocinaba los fideos no en una olla o cacerola sino en una escupidera. Decía que era más barata que los otros utensilios...
En su desayuno comía las bolas de fraile que le habían sobrado del día anterior, o de los días anteriores, porque su público consumidor no era tan exquisito, como para exigir mercadería recién salida de la olla. ¿O también utilizaría, para la fritura, ese adminículo que usaba para sus tallarines...?
¡Y tantas bolas de fraile que habremos comido, sin saber cómo las había hecho! Y bueno, ojos que no ven, corazón que no siente...

Extraído de "Historietas Whitenses", de Ampelio M. Liberali. Museo del Puerto. Edición de la Cocina del Puerto de Ingeniero White. Bahía Blanca. Octubre de 1994; pp. 8 y 9.

lunes, 18 de mayo de 2015

El Foca


Nadie se pareció tanto a ese mamífero de los mares australes como Stéfano. Bigote tupido, desparejo y abundante, solo se diferenciaba del anfibio por un hocico menos prominente, la gorra adherida al cuero cabelludo y el guardapolvo blanco. Era corpulento, de andar cansino como agobiado por el peso de sus canastas incontables y el banquito que soportaba con estoicismo de quebracho su peso formidable de vagón de carga.
Cuando se lo veía venir por Elsegood desde su pieza de conventillo en Mascarello frente a los bomberos hasta su indiscutida ubicación en Torres y la entrada de la estación, recordábamos una película de aquel tiempo joven: "La carga de la brigada ligera". Ocupaba la vereda de pared a cordón. Tenía que trasladar toda su artillería en un solo viaje. ¿Cómo iba a dejar parte de su inventario allí, a merced de los vampiros de facturas y "manises" para una segunda carga? Ni pensarlo.
El negocio había sido iniciado por su hermano, el Foquita. Y Stéfano lo amplió y le agregó mercadería. El Foca fue tan popular en el pueblo como Tom Mix, Art Acord, Hoot Gibson, Buck Jones... nuestros inolvidables héroes de los matinées del Jockey, los domingos a puro cine.
¿Qué vientos trajeron al Foca desde su Bulgaria querida? Nunca se sabrá. Lo cierto es que el Foca dejó un recuerdo inolvidable en un pueblo que lo hizo ciudadano sin preguntarle nunca si aún guardaba nostalgias de los aromas del Maritza, del Vardar o del Kara Su, en su balcánica niñez. Con esa generosidad argentina para los inmigrantes, lo adoptamos. Lo convertimos en whitense por adopción y por consenso. Le hicimos pagar su derecho a la ciudadanía sin pasaporte trucho, robándole algunas bolas de fraile o algún puñado de maníes calentitos, cuando nos corría con un palo y nos gritaba ¡Turo...!
Hoy, cuando pasamos por tu esquina solitaria, sentimos la añoranza de tus golosinas ausentes. Te extrañamos, Foca.
 
Extraído de "Historietas Whitenses", de Ampelio M. Liberali. Museo del Puerto. Edición de la Cocina del Puerto de Ingeniero White. Bahía Blanca. Octubre de 1994; pp. 7 y 8.

La vez que cambió de disfraz


Después de muchos años de hacer su reiterado papel de Camisalonga, decidió cambiar el hábito blanco por otro negro y se disfrazó de cura. Los chicos lo seguían por la calle y en esta ocasión no llevaba el artefacto enlozado sino que repartía alguna medallita.
El párroco de White se enojó. Dijo que era una burla a la Iglesia. Camisalonga terminó en cana.
Su espíritu alegre no se inmutó. Siguió siendo un cómico de vocación. Y pasado el carnaval volvía al pique, esperando que el capataz, chapa en mano, dijera lo de casi todos los días: Nicola Caputo... ¡a la bodega del uno!
 
Extraído de "Historietas Whitenses", de Ampelio M. Liberali. Museo del Puerto. Edición de la Cocina del Puerto de Ingeniero White. Bahía Blanca. Octubre de 1994; p. 7.

¡Mussolini, aquí... no!


Durante la época del fascismo en Italia atracó en White un buque italiano. Los marineros aterrizaron en el Bar Americano en Elsegood frente al mercado. Después de las primeras copas comenzaron a cantar una canción que dedicaban al duce y pidieron a los parroquianos que los acompañaran.
Camisalonga se puso al frente de la barra antifascista: Este no es lugar para nombrar a Mussolini. Si quieren cantar, vayan al buque o a Italia... ¡Aquí no...!
¡La que se armó...! Las mesas y las sillas, o lo que quedó, llegaban a la entrada de la estación.

Extraído de "Historietas Whitenses", de Ampelio M. Liberali. Museo del Puerto. Edición de la Cocina del Puerto de Ingeniero White. Bahía Blanca. Octubre de 1994; p. 7.

Camisalonga


La trilogía Camisalonga, el Foca y Turrón Japonés es prioritaria entre los personajes que dieron vida a la tradición oral de los whitenses. Los veteranos del pueblo, ante la pregunta ¿de quién te acordás?, respondían: Y... de Camisalonga... del Foca... de Turrón...
Después iban apareciendo muchos más, pero esta línea media las paraba todas. Hay pocos testigos presenciales de aquellos grotescos. Y coincidentes, con pequeñas variantes y algún agregado.
Camisalonga era un tipo normal... durante 360 días al año. Cuando se acercaba carnaval desertaba del pique -su trabajo, respetado por capataces y colegas, porque era buen obrero- y se dedicaba a su fiesta. Su disfraz era sencillo y reiterado: un camisón hasta los pies, que le daba figura y nombre, y una escupidera adosada a su holgada vestimenta. Del vaso de noche, o "pelela" muy útil en aquellos tiempos de pozos ciegos en el fondo del patio, extraía tallarines cuya salsa de tomate le desbordaba su enorme bocaza y la teñía de rojo sangre.
De noche, entre las comparsas, las murgas, las mascaritas y las serpentinas del corso, sacaba de su "galera" blanca, enlozada, docenas de vainillas, una por una, y las saboreaba delicadamente ante el horror de los presentes. No parecían vainillas. Otras veces llenaba su adminículo con cerveza que luego pasaba a un barrilito de chop y bebía con fruición. Convidaba, pero no aceptaba nadie... La cerveza, extraída de la canilla del Bar Royal, era exquisita. Del recipiente de Camisalonga... ¡no parecía cerveza!
Así, casi escatológicamente, se divertía. Pero no era lo único. También solía acudir a aquel viejo edificio de ladrillo sin revoque que estaba "allá, atrás de la cancha de Comercial", como se lo conocía entre la muchachada. Cuando iba algún debutante joven y temeroso, Camisalonga lo tomaba de la cintura y lo hacía bailar sin tocar los pies en el suelo, al compás melodioso de un vals. Más de uno se volvió a casa "invicto", tal como había llegado...
También era luchador. Grandote como un ropero, tuvo varias trenzadas con el gordo Pipo Reschini, que jugaba en Dublin pero se pasaba las noches en White. Y fue un eximio nadador Camisalonga. Se arrojaba al agua en el muelle y nadaba con clase y elegancia. Otras veces, para divertir a quienes lo admiraban, caía de cola y con la nariz tapada como un novato. Y para demostrar que era como un pez, una vez se tiró a la pileta del balneario al que llamaban Playa Alta, con 20 centímetros de profundidad. Sí, claro, se rompió la cabeza.

Extraído de "Historietas Whitenses", de Ampelio M. Liberali. Museo del Puerto. Edición de la Cocina del Puerto de Ingeniero White. Bahía Blanca. Octubre de 1994; pp. 6 y 7.

lunes, 27 de abril de 2015

Las personas y los personajes ¡Señorita profesora!


"Los inmigrantes que llegaron a Ingeniero White eran delincuentes que escaparon de las penitenciarías europeas". Así dijo una profesora de un colegio secundario a sus alumnos que escucharon asombrados, azorados, semejante enormidad.
No, señorita profesora. No es verdad.
Con las excepciones que consignan las estadísticas - y que aquí no vamos a escamotear- era gente de trabajo que huía del hambre y la miseria y de las amenazas de guerra que no tardaron en hacerse realidad más de una vez en la vieja Europa.
Había, es cierto, muchos hombres sin ilustración. Eran solo aptos para tareas duras, difíciles, riesgosas. Trabajadores manuales, empíricos, sin mucha teoría ni razonamiento, pero trabajadores, honestos y cumplidores. Muchos quedaron solteros. No pudieron, no supieron formar un hogar. El paso del tiempo los encontró anclados en una playa, vencidos por la nostalgia de su tierra lejana y ya inaccesible.
Pero muchos otros, con mayor fuerza de carácter, se convirtieron en el tronco vigoroso de las más tradicionales familias whitenses. Son parte de aquellos inmigrantes de todas las nacionalidades que hicieron la raíz cosmopolita del país y contribuyeron a su grandeza con el esfuerzo diario y con conducta honrada y respetuosa.
Son la mayoría, señorita profesora. Y nos sentimos muy orgullosos de nuestro origen. Es bueno que lo sepa. Y que lo diga.

Extraído de "Historietas Whitenses", de Ampelio M. Liberali. Museo del Puerto. Edición de la Cocina del Puerto de Ingeniero White. Bahía Blanca. Octubre de 1994; p. 5.