lunes, 8 de mayo de 2017

El Piojo

Rubio, no muy alto, buen amigo. Filiberto Cristini vivía en el Boulevard XX pero frecuentaba largas tenidas callejeras en Elsegood con gente "del otro lado de la vía", como se decían, mutuamente, los de aquí y los de allá. Murió joven Cristini. Y en el aviso fúnebre, al lado de su nombre y los datos personales del obituario, se agregaba el de su pedicular sobrenombre: el Piojo.
Las señoras gordas, horrorizadas, suponiendo una falta de solemnidad ante la muerte, decían: ¡Qué barbaridad...! ¿Cómo le van a poner ese seudónimo en el aviso fúnebre?
Señora, si no lo identifican con su apelativo popular, ¡nadie va a saber de quién se trata...!

Era muy amigo de sus amigos Filiberto Cristini. En tiempos en que era imprescindible salir a todas partes con documentos de identidad, cayó la cana al boliche de Oros, en Guillermo Torres, al lado del bar de Mingo Bugarini.
- Documentos..., dijo el oficial con estudiada severidad.
Nadie los tenía. Nadie salvo el Piojo, que se salvó del camión de culata. Cuando iban ingresando, en fila, rumbo a la seccional, Cristini sacó la cara por su amigo Gamero, el Torta.
- Oficial, ¿me permite...?
- Sí, qué querés...
- Yo le pediría que "lo largue" al señor Gamero, que es un hombre de bien y de trabajo...
El oficial miró al agente que lo acompañaba y le dijo, señalando al Piojo:
- Metelo a éste también...


Extraído de "Historietas Whitenses", de Ampelio M. Liberali. Museo del Puerto. Edición de la Cocina del Puerto de Ingeniero White. Bahía Blanca. Octubre de 1994; p. 28.

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