lunes, 6 de julio de 2015

Don Teófilo Salustio


Teniente de navío retirado, subprefecto don Teófilo Salustio... Era su carta de presentación. Un tipo servicial y generoso. Pero le disparaban con ganas. Invitaba a una cerveza pero el convite podía durar toda la noche. Muchas madrugadas se extendían hasta que calentaba el sol. Una noche de verano, a la salida del cine, estaba con unos amigos en la vereda del Bar Estrella.
- Buenas noches, señor prefecto...
- Psssttt... venga para acá. ¡Siéntese!
Cerveza, más cerveza. Campanas de las horas cortas y un acompañante que se va. Mejor, que intenta irse. Salustio hace sonar su silbato y llega el marinero:
- ¡Vaya y tráigame a ese señor!
A las seis de la mañana se fueron los tres: Atilio Rodríguez Fontán, Salustio y el capitán... el que quiso irse a las dos.

Tardecita de verano. Un chico de unos doce o trece años paseaba su apacible felicidad por el hall de la estación. Un estornudo, como un ventarrón, turbó su paz.
- Salud..., dijo, y siguió su camino.
- Oiga jovencito... ¿usted dijo salud?
Era el prefecto. Si lo hubiera sabido me callaba la boca..., pensó el purrete. Lo hizo sentar en la barra. Pidió un vino. El chico tomaba a sorbitos. El barman sonreía de costado adivinando el susto. Después el prefecto le puso la mano sobre el hombro y lo llevó, despacito,  camino del Bar Unión. Cuando pasaron por la prefectura le dijo:
- Tengo unos calabozos nuevos, muy lindos, ¿los quiere conocer?
- No, gracias señor... ¡otro día!
Se sentaron y Salustio pidió cerveza y dos vasos. El prefecto de espaldas a Prefectura y el pibe de frente al puerto. El paso de un amigo distrajo a Salustio que desvió su mirada para conversar. El chico saltó el zanjón como un canguro y en tiempo récord llegó a la esquina de Siches sin mirar atrás. Desde la verdulería de Greco pudo observar la sorpresa del prefecto. Después, durante meses, cuando René Fernández lo veía venir a Salustro, cruzaba la calle, no fuera que lo reconociera...

Una vez Américo Luciani dijo algo que no le agradó a don Salustio. El prefecto sacó su pistola y amagó tirarle. Américo corrió los cien metros más rápido que Carl Lewis en Seúl. Lástima que no había quien registrara tiempos...

En la prefectura tenía un zoológico en miniatura. Un guanaco, un pavo real, varios perros, chivas, águilas, cóndores... de todo había. Los cuidaba el Negro Durán. El guanaco era peligroso. Si no le gustaba alguna presencia lo hacía saber con un escupitajo. Mal genio, el tipo.

Extraído de "Historietas Whitenses", de Ampelio M. Liberali. Museo del Puerto. Edición de la Cocina del Puerto de Ingeniero White. Bahía Blanca. Octubre de 1994; pp. 18 y 19.

 

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